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Por David Uribarri

 

Se me pide que escriba un pequeño preámbulo sobre las fotografías de mi querido amigo Jose Martín-Granizo que podéis ver a continuación. Y, para qué negarlo, no sé qué diantres escribir. Nunca lo he hecho antes y no vienen a mi cabeza frases hechas del tipo “su fotografía visualiza las entradas más iridiscentes del alma humana” o alguna otra del tipo “!una luz que resalta la oscuridad palpitante del sueño escondido más allá del subconsciente”. Así que dejaré para otros mucho más duchos que yo, entrenados en el noble arte de prologar exposiciones, muestras, retrospectivas y demás actos culturales, que escriban, si así lo desean, de su arte y de su técnica. Yo, por mi parte, en la medida de mi limitada capacidad, escribiré sobre la inmensa suerte que tuve de compartir su grata e inteligente compañía, del placer de su constante presencia cada vez que lo requería y de su grandeza en la amistad y la generosidad como artista y como persona.

Siendo primos nos conocíamos desde muy pequeños pero fue en Madrid allá por el año 1988, rondando los veinte años, que nos hicimos muy buenos amigos. Compartimos, junto a otros amigos que recalaron al igual que nosotros en Madrid para estudiar en la Universidad, un interés profundo por la música, el cine, la pintura, la literatura y, en particular, la fotografía. Mientras que en las demás disciplinas actuábamos como meros observadores, era la fotografía la que despertaba una especial dedicación. Por supuesto que nos apasionaba el cine (secuencia de miles de fotografías) pero lo veíamos inalcanzable. En cambio, la fotografía, con aquellas primeras cámaras tomadas prestadas de nuestros padres, nos permitía copiar y transmitir todo lo que mirábamos con verdadero amor en los libros que sacábamos de las bibliotecas o que comprábamos en las tiendas VIPS, lugares con un encanto especial para Jose que las recorría una a una esperando siempre encontrar algún libro de alguno de nuestros fotógrafos preferidos. Estando juntos tomando un café  una de aquellas tardes, recuerdo que compró, a un precio ridículo, un libro de Dianne Arbus y otro de Robert Frank, los dos preciosos, maravillosos. ¡Cuántas veces los ojeamos juntos en el piso de Blasco de Garay!

La vida me llevó a Londres durante unos años en los que le perdí de vista. Al volver de Londres, de vuelta a León, retomamos la relación y continuamos charlando de fotografía y de todo lo demás, porque con Jose se podía hablar de todo siendo como era una persona con una amplia cultura y, sobre todo, muy receptiva y empática hacia el otro. Cuando me tocaba a mi hablar mas de la cuenta le decía en broma que me tenia que cobrar la sesión porque más que un interlocutor parecía él el psiquiatra y yo el paciente de una sesión. Durante estos años llegó la revolución digital al mundo fotográfico y yo me aparté a un lado mientras que el retomó aún con mas fuerza, con mas ganas, la intención de convertirse en lo que durante tantos años habíamos soñado: ser fotógrafo y, a poder ser, vivir de la fotografía.

Empezó nuevos cursos, nuevos proyectos. En Madrid, se matriculó en el Centro Internacional de Fotografía y Cine, EFTI, ganando ese mismo año el premio de la escuela con el proyecto sobre las vicisitudes de un inmigrante sahariano para llegar a Francia, proyecto que tenía intención de presentar en un precioso libro y que la enfermedad no le permitió terminar. Yo tuve la ocasión de estar junto a él durante aquellos años y le vi trabajando muy duro, quemándose los ojos delante del ordenador para que el resultado final fuera lo mejor posible. Muchas veces me preguntaba que me parecían las fotos y los textos en los que estaba trabajando, que a mi me parecían muy buenos, excelentes, pero a él, perfeccionista ( y también inseguro en lo que a su arte se refería, siempre tan humilde) todavía le quedaban cosas por mejorar, mas horas y días que trabajar.

Para él una disciplina artística no era ajena a las demás. Junto a las cámaras de fotos, los objetivos, los flashes y los cientos de carretes (todavía tenia y usaba cámara réflex) siempre encontrabas decenas de libros y sus perennes agendas moleskine llenas hasta arriba de apuntes, dibujos y datos que aportaran conocimiento e interés a sus fotografías. En los viajes siempre se le encontraba aparentemente distraido, ausente, pero no dejaba nunca de observar el entorno y, como descubríamos después, de fotografiarlo. Durante uno de sus paseos por Paris, Cartier Bresson le dijo a Robert Cappa que iba a revelar el carrete con las fotos que había tomado esa mañana. Cappa se quedó muy sorprendido porque no recordaba haber visto a su, por entonces, compañero de la agencia Magnum, tomar ninguna fotografía. Algo parecido nos pasaba con Jose, tenia miles de fotos escondidas de todos nuestros viajes, fotos que, por desgracia, todavía no hemos podido ver y entre las que, estoy seguro, encontraremos esas obras maestras que, otra vez, Cartier Bresson decía podías tomar una muy de vez en cuando.

No puedo ni imaginarme la cantidad de fotografías preciosas que estarán escondidas, latentes, esperando que alguien las encuentre entre sus discos duros, su ordenador, sus tiras de negativos. Entre esas miles de fotos dormidas, tenemos, no cabe duda, suficientes para poder decir que Jose era un excelente fotógrafo, un excelente periodista, un excelente escritor. Deseo que muy pronto podamos ver todos el libro-proyecto que tenia entre manos. Hasta entonces contentémonos con esta pequeña (e insuficiente) muestra de su arte. Hasta entonces, un fuerte abrazo querido amigo. Mañana, como todos los días, te volveré a llamar para charlar un ratito contigo, de futbol, por ejemplo, ahora que el Madrid está como un tiro y Mourinho en Inglaterra sigue dando guerra. Para mi nunca te fuiste, simplemente, estas en otro de tus viajes, cerca, aquí al lado.

 

Enlaces relacionados: “Imad”, el gran libro póstumo y desconocido de Jose Granizo por Gabriel Quindós

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